Por: Sergio Muñoz Riveros, miembro del Consejo Editorial de Proyectamérica.
Volodia Teitelboim, escritor y ex dirigente del PC de Chile, le envío en estos días un mensaje a Fidel Castro en el que afirma que “se honra con la amistad del mayor político del siglo XX”. O sea, Castro. Es respetable tal sentido de la amistad, pero no lo es la noción de “político” que de allí se deriva, porque excluye absolutamente a quienes han recibido las consecuencias de la acción del líder paradigmático. En el fondo, es la veneración por quienes “hicieron la historia” y el desprecio por quienes la sufrieron.
Es evidente que la larga dictadura de Fidel Castro en Cuba no se explica únicamente por el uso de la fuerza, que es consubstancial a todas las tiranías. Está claro que construyó un Estado policial de abrumadora eficiencia, con el que enfrentó exitosamente la hostilidad estadounidense, desbarató la oposición interna y se mantuvo a flote luego de las marejadas provocadas por el descalabro soviético. También es verdad que su vocación de poder desborda cualquier límite. Pero hay otro factor: Castro ha sido sin duda un autócrata con enorme poder de seducción. Fue capaz de cautivar (y manipular) a una parte significativa del pueblo cubano, que lo ve hasta ahora como padre sabio y protector y que no se imagina a Cuba sin él. Fue capaz de hechizar también a no pocos latinoamericanos, incluyendo escritores e intelectuales destacados, que lo siguen viendo como el héroe ejemplar y tienden a perdonarle todo.
¿Inteligencia? ¿Talento específico? Sin duda. Castro ha sido un dictador de alto coeficiente intelectual, interesado por la cultura, buen lector y, lo más relevante, obsesionado por influir en el campo de las ideas. Sus discursos de la primera época, en particular la Segunda Declaración de La Habana (1962), tenían tal carga mesiánica, tal resonancia justiciera, que no es extraño que muchos intelectuales de este y otros continentes hayan caído bajo el embrujo de su elocuencia. Aunque su estilo oratorio siempre sonó ampuloso y repetitivo a los oídos chilenos, tenía una irradiación incuestionable. Era a la vez el guerrero y el predicador de “la buena nueva” del socialismo, incansable argumentador de la superioridad de su causa, aunque no muy dispuesto a escuchar los argumentos contrarios. Impresiona que alguna gente crea hasta hoy que Castro está dotado de algo así como poderes sobrenaturales.
Ha habido dictadores opacos, que apenas hablaban, como Franco en España; teatrales y risibles, como Mussolini en Italia; distantes e implacables, como Stalin en la URSS; en fin, de la más variada especie. Castro puede tener ciertos puntos de contacto con ellos, pero el rasgo que lo define es su empeño por ejercer una suerte de magisterio histórico, una pasión por trascender política e ideológicamente. En otras palabras, lo ha movido siempre el afán de “tener la razón”, ese pecado de los intelectuales de todas las épocas. Se ha visto a sí mismo como el portador de las grandes luces, como quien no puede dejar de mostrar el camino. Quizás sea una forma específica de megalomanía, en la que, junto con la capacidad de amedrentar, resalta el empeño por ser reconocido como visionario.
Habría sido interesante verlo discutir en un plano de igualdad con algún adversario bien plantado. Así podríamos haber apreciado realmente sus méritos dialécticos, la potencia de su razonamiento, pero, como es sabido, tal posibilidad fue excluida por él desde el principio, cuando empezó a “borrar” a los oponentes internos, lo que hace pensar que, después de todo, no tenía tanta confianza en sus medios discursivos. Lo suyo fue el monólogo interminable. ¿Cuántas horas sumarán sus discursos de 47 años? Estaba ciertamente convencido de que debía iluminar a los cubanos sobre las ciencias, las artes y las técnicas, explicarlo todo, dar siempre la última palabra. Qué fatigoso tiene que haber sido vivir en Cuba en las últimas décadas, período en el cual él ha estado omnipresente y demostrando cada día que era omnisapiente y omnipotente.
Mientras la fórmula de dominación a la que se dio el nombre de socialismo se mantuvo en el poder en la URSS y los países sovietizados de Europa del Este, el discurso mesiánico de Castro tuvo una base firme en la cual apoyarse. En los años 60 y 70, mucha gente de buena voluntad razonaba así: “Es verdad que en Cuba y en los demás países socialistas se han cometido abusos y no hay libertades, pero han conseguido un desarrollo estimable y nadie pasa hambre; o sea, el socialismo es posible, la igualdad es posible”. En aquellos tiempos daba la impresión de que Cuba representaba una forma singular de socialismo, distinta del modelo soviético, menos rígida culturalmente, más abierta. El aura romántica de los barbudos desinteresados y justicieros resistió mucho tiempo, pero hasta los mitos de hierro terminan por venirse al suelo.
El régimen de Castro asimiló las peores características del modelo soviético: Partido-Estado, verticalismo, endogamia cultural, culto al jefe, represión implacable. Pero, además, los ex guerrilleros se convirtieron en partidarios de una especie de monarquía. ¿Con qué comparar a Castro sino con un monarca absoluto? ¿Cómo no ver en su régimen una expresión caribeña del despotismo ilustrado?
Hablar de despotismo ilustrado significa remontarse a las experiencias del siglo XVIII en las que resalta la figura del rey reformador y modernizador. Ejemplos de ello son Carlos III en España, José I en Portugal, Federico II el Grande en Prusia, Pedro I y Catalina II la Grande en Rusia. Todos encarnan al rey-filósofo, racionalista, cultivado, que conocía exactamente las necesidades del pueblo y que, por lo tanto, no necesitaban escucharlo. Podían estar bien inspirados y desear verdaderamente abrir paso a la modernización, pero rechazaban la libertad política y no fueron capaces de institucionalizar los cambios en un sentido participativo. En rigor, creían en una forma de paternalismo, que tomaba de la Ilustración aquello que les convenía para mantener su propio poder. Su lema podía sintetizarse así: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Los defensores de Castro siguen diciendo que ha ejercido el poder para servir al pueblo, pero en realidad se ha cuidado de mantenerlo a raya. Es cierto que las reformas de la primera época apuntaron a mejorar la situación de los grupos más pobres en los campos de la educación y la salud, pero el precio que se hizo pagar a los cubanos fue el silenciamiento, la conculcación de sus derechos a pensar por cuenta propia, a organizarse con autonomía, a expresar libremente sus puntos de vista. En Cuba, por ejemplo, no hay sindicatos que merezcan el nombre de tales.
Castro ha usado el país como laboratorio de sus obsesiones, ocurrencias y caprichos. De la tradición del pensamiento socialista y comunista tomó la idea de igualdad, pero construyó un régimen generador de nuevas desigualdades, con una casta gobernante que dispone de grandes privilegios y que hoy, cuando el líder parece dejar el escenario, seguramente teme por la eventualidad de tener que responder por sus abusos.
Hace algunos meses, la revista Forbes incluyó a Castro entre los gobernantes más adinerados del mundo, lo que lo sacó de sus casillas y lo llevó a hablar por TV para pedir a la publicación que probara lo afirmado. Se trataba de una cuestión muy delicada, puesto que sembraba dudas sobre su desprendimiento y ponía en entredicho la forma en que ha ejercido el poder. Aunque la publicación estimó su fortuna en varios millones de dólares, lo que cuenta realmente es que Castro no ha vivido de un sueldo del Estado, como ocurre con los gobernantes elegidos, sino que ha dispuesto de los recursos del Estado a su entero arbitrio.
¿Rey filósofo? Sí, claro. Y se confirma que la inteligencia no es garantía de nada, que un hombre de sobresaliente capacidad intelectual puede extraviarse en el camino y actuar al margen de las consideraciones morales más básicas. La inteligencia, como lo prueba la historia en tantos casos, puede estar al servicio de una mala causa. ¿Cómo puede decirse que el socialismo es una mala causa?, preguntarán todavía algunos tenaces. Si la palabra socialismo conserva aún algo de su sentido original, Cuba es la negación de ello. Lo que allí existe, después de tantos años, es una vulgar forma del capitalismo de Estado. Un solo propietario, un solo administrador.
Castro ha vivido pendiente de su papel histórico. Para ello se ha transfigurado en la patria. Ha usado hábilmente el recurso del orgullo nacional frente a EE. UU. para mantener su régimen. Seguramente le gustaría leer los libros de Historia del futuro para ver cómo aparece valorado, qué importancia le dan, cuán bien lo recuerdan. No puede hacerlo, pero una pista sobre el particular la ofrecen las reseñas sobre otros que, como él, creyeron que estaban predestinados a guiar a sus pueblos y se convencieron de que tenían derecho a gobernar sin límites.
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