sábado, mayo 31, 2008

El oficio de ser Tirofijo

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Pese a su halo romántico, Manuel Marulanda convirtió a las FARC en una guerrilla terrorista que vive del narcotráfico y el secuestro
PILAR LOZANO

Por qué a veces usa una toalla roja y otras veces blanca o amarilla?", le preguntó, curiosa, una periodista a Manuel Marulanda, Tirofijo, hace seis años, cuando en la zona del Caguán, al sur del país, se adelantaban diálogos de paz con la guerrilla izquierdista de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), comandada por este hombre, en ese momento de 72 años. Y Marulanda, que, por campesino, aprendió desde muy joven a llevar sobre los hombros una toalla para secar el sudor y espantar los zancudos de su cara, le respondió tras un largo silencio: "Siempre que viene él llega con la camisa azul; entonces yo me pongo la toalla roja; por liberal". Azul y rojo distinguen a los partidos tradicionales que durante décadas se disputaron el poder en Colombia.

El veterano guerrillero, que murió de infarto, según las FARC, el pasado 26 de marzo a las 18.30, había invitado aquel sábado de hace seis años a un grupo de periodistas a almorzar en la Casa Roja, como llamaban al sitio dedicado a eventos sociales, en medio de la inmensa zona desmilitarizada que sirvió de escenario al fallido intento de paz.

Fue una charla informal con el hombre que estuvo a la cabeza de una guerrilla que perdió su rumbo por negociar con seres humanos como si fueran mercancías, por sus lazos con el narcotráfico y por sus prácticas terroristas. "Yo no escogí la guerra; la guerra vino a por mí", les dijo.

Fue por liberal que Pedro Antonio Marín -así es su nombre original- se echó, por primera vez, un fusil al hombro. "Alzarse en armas era la única manera de sobrevivir", contó a Arturo Alape, su biógrafo, al explicar su salto de campesino a hombre de guerra. Ocurrió en 1948, en medio de un país incendiado por la violencia bipartidista exacerbada por el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Hasta ese momento, en su pueblo daba igual ser liberal o conservador, pero, de repente, la diferencia entre ser rojo o azul se vino sobre su familia "como alud de tierra". Todos eran liberales. "Era la señal de la cruz que siempre se lleva en la frente; la familia de nosotros era gaitanista", le contó a Alape. Por eso se convirtieron en blanco de los chulavitas y los pájaros, como se llamaba a los matones conservadores. Para salvarse se escondió en la casa de un tío; pronto supo que, de todas maneras, lo iban a matar. Empezó entonces a preguntarse: ¿dónde están las armas? ¿cómo se consiguen? Al poco tiempo tenía organizada una guerrilla de 14 hombres; todos ellos primos suyos. "Ni siquiera teníamos escopetas, sólo machetes y palos", confesó a los periodistas en el almuerzo. El grupo fue creciendo hasta convertirse en una autodefensa liberal que compartía terreno con otra de origen comunista. Cuando se planteó el enfrentamiento entre las dos corrientes, Marulanda se paró en una asamblea y dijo: "De mi fusil jamás saldrá un disparo contra los comunistas". Veía, aseguró, mejores cualidades en ellos que en sus copartidarios. "Desde entonces se me apolilló en el cerebro el lenguaje liberal", declaró a Alape.

Con sus nuevos aliados, crearon una zona de resistencia campesina, Marquetalia, en el departamento del Tolima, al suroeste de Bogotá. Al amanecer del 14 de junio de 1964 vieron cómo, desde helicópteros, empezaban a descolgarse cientos de soldados. Tenían la orden de tomar, como fuera, esa "república independiente", como se llamaba desde la capital, Bogotá, al refugio de Tirofijo -por entonces un hombre delgado, con cara de asustadizo y con un bigote que parecía pintado con lápiz-, y a "sus secuaces". Allí vivía medio centenar de familias, organizadas en comuna, como ocurría ya en otros sitios del país.

Tirofijo y sus 48 hombres lograron huir. Con sus armas protegieron luego las llamadas columnas de marcha: campesinos que en un intento de desplazamiento ordenado, en medio del asedio militar para acabar los focos comunistas, atravesaron la cordillera y crearon, más allá, nuevos caseríos. En 1966, en la primera conferencia guerrillera, nacieron las FARC. Y nació una leyenda: a Tirofijo se le empezó a ver simultáneamente en varios sitios. Muchas veces se dijo que hacía pactos con el diablo porque escapó de cercos militares que le tendieron 15 gobiernos distintos... muchas veces se dio la noticia cierta de su muerte... "Con la Operación Marquetalia, la clase dirigente de este país creó el movimiento armado colombiano; creó las FARC", sostuvo siempre Arturo Alape, fallecido recientemente. Esta guerrilla ha llegado a tener, en sus mejores momentos, según fuentes oficiales, más de 17.000 hombres y 70 frentes desperdigados en la difícil geografía de un país de 44 millones de habitantes y dos veces más grande que España.

Pedro Pablo Marín, padre del guerrillero, aseguraba que el mayor de sus cinco hijos nació el 12 de mayo de 1928 en Génova, un pueblo cafetero colgado de las montañas de la cordillera Central. Tirofijo lo contradecía: "Yo soy del año 30, o sea de cuando el mandato de Olaya Herrera". Y Olaya Herrera fue para los liberales auténticos de comienzos del siglo XX una suerte de héroe: rompió 30 años de hegemonía conservadora.

De los primeros años de Marulanda se sabe que sólo hizo la escuela primaria, que salió de casa a los 13 años porque quería "formar su propio patrimonio", que a los 16 manejaba un negocio de corte de madera, que aprendió esgrima -blandiendo machete- al lado de su tío José de Jesús. Amaba practicar este deporte, como amaba encerrarse en su cuarto, después de echar el candado a su negocio, para tocar el violín: "Me apasionaba, me hacía vibrar el cuerpo entero".

Sobre la esgrima, confesó a Alape: "Se debe actuar con los ojos, porque en la esgrima se ve que la otra persona movió un ojo y a consecuencia uno puede decir: 'Para ese lado va el machete' y puedes cortarle las intenciones a ese prójimo". Tal vez de esa práctica nació su destreza al disparar e hizo su mirada más penetrante, más astuta.

Tirofijo fue el apodo que ganó muy pronto por su buena puntería. Cuando hizo suyas las ideas comunistas, tomó el nombre de un sindicalista asesinado a golpes: Manuel Marulanda Vélez. Su sueño -le contó a su biógrafo- era borrar ese moquete; jamás lo logró. Cuando alguien le lanzaba una pregunta, él miraba con sus ojos pequeños, arrugados, de águila. Observaba, reflexionaba y luego respondía. Muchas veces devolvía la pregunta: "¿Usted por qué pregunta eso?".

Los gestos y actitudes de Marulanda reflejaron siempre su origen campesino: extremadamente malicioso, calmado, con su español salpicado de anacronismos -"haiga", dijo siempre-. No se alteraba; fue un hombre que manejó otro concepto del tiempo, otro lenguaje. Siempre se levantó de madrugada, a las 4.30, y se acostaba a las ocho de la noche.

Los que conocían su raíz campesina sintieron como un discurso profundamente político el que escribió para el acto de creación de los diálogos de paz, el 7 de enero de 1999. Él nunca llegó. Dejó la silla vacía al lado del presidente Andrés Pastrana, en el acto que dio inicio a los diálogos de paz. Joaquín Gómez, uno de sus hombres más cercanos, fue el encargado de leerlo. Para los otros fue una simple lista de reclamos por las gallinas, las vacas y los marranos que el Estado les había arrebatado en Marquetalia y luego en Casa Verde -sede por muchos años del secretariado de las FARC-, bombardeada intempestivamente en el Gobierno de César Gaviria, el mismo día de las elecciones para la Asamblea Constituyente de 1991.

En el Caguán, durante los tres años que duró este último intento de paz, Marulanda aparecía por sorpresa en el escenario de las discusiones. Se dejó ver de civil: camisa de cuadros, pantalón blanco, botas pantaneras, pistola al cinto. Y permitió que lo fotografiaran con su pastor alemán; los perros y el tango fueron sus pasiones.

En su vida privada fue muy reservado. Se sabe que al menos tuvo varios hijos y dos mujeres; la última, más de 40 años menor que él. Una caricia captada por una cámara de televisión dejó al descubierto que la muchacha que siempre lo acompañaba, que manejaba la moderna camioneta en la que se movía por el Caguán, era su compañera: Sandra. Marulanda comía sólo lo que ella le preparaba. Como campesino, como viejo zorro, era extremadamente desconfiado.

Alberto Rojas Puyo, ex senador y militante marxista durante más de 40 años, narró a EL PAÍS la primera impresión que tuvo al conocer a Tirofijo hace ya casi tres décadas. "Es un hombre inteligente, un guerrero impresionante, de gran modestia en su actitud personal, nunca habla de sus hazañas, extremadamente cauteloso y reservado". Y esta modestia fue uno de sus rasgos acentuados; siempre fue esquivo con la prensa, no buscaba figurar. "Uno mantiene en reserva sus dotes y conocimientos; no es para andar faroleando", le confesó a Alape.

Pero también lo alejaba de la prensa la desconfianza. Siempre la vio como potencial enemiga: "Todo lo tergiversan, nunca dicen la verdad. Por ejemplo, nos tratan de terroristas, entonces, ¿para qué quieren hablar con terroristas? Nos tratan de secuestradores, entonces, ¿para que quieren hablar con secuestradores? Ellos tienen deuditas con nosotros".

Algunos le reconocen también habilidades de negociador. Tenía, dicen, una gran capacidad para penetrar "en los adentros de su interlocutor". Escuchaba y observaba mucho, reflexionaba, sacaba conclusiones. Rojas Puyo lo conoció en medio de los diálogos de 1984, cuando firmó, con el presidente Belisario Betancur, el primer cese el fuego bilateral; de ahí nació un partido político: la Unión Patriótica. Era la puesta en práctica de la combinación de todas las formas de lucha. Más de 3.000 de los militantes de la UP murieron luego asesinados en un capítulo oscuro de la historia reciente de Colombia. El fracaso de aquel intento de paz marcó el fin de la época romántica -si cabe el término- de esta guerrilla. A partir de entonces, el narcotráfico se convirtió en fuente de financiación. En esos tiempos, los narcos empezaron a montar sus laboratorios en zonas sin control del Estado, las mismas por donde campeaban las FARC.

"No dependemos de la coca", dijo muchas veces, cortante, Tirofijo. Así, tajantes, eran sus respuestas a las preguntas que le resultaban incómodas. "La pregunta de la pesca milagrosa -secuestros al azar en retenes en medio de carreteras- me la han formulado por más de mil veces. Y si hasta ahora no han logrado entenderla es porque nunca la van a entender". No aceptaba este delito. Para él las FARC retenían a paramilitares y a personas con capital superior a un millón de dólares, para "pedirles una contribución". No es así: las FARC se convirtieron pronto en los mayores secuestradores del país; los colombianos saben que cualquiera, rico o pobre, puede caer en la trampa.

Otra cosa fueron para él los secuestrados políticos, los canjeables. "Del canje se ocupa mi persona", dejó muy en claro cuando puso el tema sobre la mesa. Soñaba con una ley de canje que permitiera el intercambio permanente de combatientes en prisión por secuestrados políticos. "Los canjeables pueden durar mucho tiempo secuestrados; los cuidamos bien", afirmó alguna vez, displicente, como si el tiempo de los rehenes desperdiciado en la selva no importara.

Era un guerrero, un estratega. Devoraba libros sobre táctica militar. "No hay en el país un lector más atento a la literatura del Ejército colombiano que él", narraba en el Caguán alguien que lo conocía de cerca. Estuvo, hasta el final, pendiente de las escuelas de cuadros guerrilleros. Las cuidaba, como la niña de sus ojos. Nunca permitió que estuvieran al frente de esa tarea personas que no fueran de su extrema confianza. Dictaba cursos, sacaba lecciones de los combates librados por sus hombres. Defendió sin ruborizarse, como armas de guerra válidas, las pipetas de gas repletas de metralla. Con ellas, las FARC han destruido pueblos, asesinado a campesinos indefensos, a gente corriente.

Es indiscutible que Tirofijo marcó la historia de este país en los últimos 60 años. Para los generales, que corrieron tras él durante seis décadas, fue un viejo zorro que con habilidad supo hacerles el quite; un hombre que se fue sin pagar sus infinitas cuentas con la justicia. Les resulta difícil aceptar que haya muerto así, en la cama, tranquilo, abrazado a su mujer, rodeado de su guardia personal. Abrigan una esperanza: encontrar su cuerpo y descubrir alojada, en lo más profundo, una bala oficial. Así, piensan, debería haber sido el final del guerrillero más viejo del mundo, del hombre que, para ellos, nunca fue más que "un facineroso, un bandido".

Para los suyos es distinto. Fue la figura paterna que mantenía unida a "la familia de las FARC"; veían a su jefe con veneración. Por eso, la gran duda: ¿tendrá su sucesor, Alfonso Cano, tamaña capacidad de liderazgo? Marulanda se anticipó a los interrogantes que genera su muerte: "Si me llego a morir, aquí -en las FARC- no hay líneas duras ni blandas; si me llego a morir, aquí hay mil que me reemplazan", dijo en el Caguán. Luego, a manera de reto, ya como despidiéndose, soltó: "Para que lo vayan sabiendo...".

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