La familia de una víctima del 30-D viaja a Valencia tras los pasos del hijo
"¿Y toda esta agua adónde va?", pregunta María Basilia, de 60 años, mirando con recelo el mar Mediterráneo desde las arenas de la Malvarrosa, en Valencia. María Basilia perdió a su hijo, el ecuatoriano Carlos Alonso Palate, en el atentado de ETA del 30 de diciembre en la terminal T-4 de Barajas. Ayer descubrió el mar.
"Es que cuando yo era chica mis mayores me contaban que el sol se junta con el mar en algún sitio... ¿pero dónde va toda esta agua?", insiste, mientras entrecierra los ojos y se ajusta el poncho azul. La mano derecha la tiene firme sobre el sombrero negro con pluma, por si se vuela. La mujer, que nunca salió de su aldea, allá en Ecuador, no quiere pisar la arena: "Es que mi marido me decía que el mar es muy triste". Luego se anima, camina despacio arremangándose la falda larga y plisada y cuando está a pocos metros de las olas desconfía y da marcha atrás. "Es muchísimo más", contesta, cuando se le pregunta cómo se lo imaginaba. Luego arruga la nariz y dice: "El agua huele raro".
María Basilia habla poco. Desde que murió su hijo ha hecho muchas cosas por primera vez. Estuvo 30 años sin ver porque pensaba que se había quedado ciega; hasta que hace semanas los médicos descubrieron que tenía cataratas, la operaron y recuperó la vista. Por primera vez se subió a un avión hace 10 días para volar de Ecuador a Madrid; ayer bajó con muchísimo susto unas escaleras mecánicas en la estación de Atocha. Y se montó como primeriza en un tren, en el que la llevó junto a sus tres hijos: Elvia, de 30 años, Jaime, de 25, y Geovanni, de 23, hasta Valencia, la ciudad donde vivió el que le falta: Carlos Alonso. Para los tres hermanos también fue ayer el primer día de contacto con el mar. Jaime y Geovanni se acuerdan que una vez, hace muchos años, cuando trabajaban de sol a sol pegando tacones en una fábrica de calzado en su Ecuador natal, el patrón invitó a todos los trabajadores a dos días de fiesta. Entonces vieron el mar, pero de lejos. "Es que nos queremos bañar...", pedían ayer, sin hacer caso del frío de febrero. Al final, desistieron. Jaime miraba alrededor: "Yo creía que al lado del mar había muchas discotecas".
Los Palate viajaron ayer a Valencia a conocer la ciudad donde habitó Carlos Alonso. Acompañados de dos representantes del Ministerio del Interior, visitaron el piso en el que el hijo, al volver de la fábrica de plásticos o de recoger naranjas, dormía cada día. La familia, que durante años recibió las remesas que Carlos Alonso les enviaba, se reunió también con sus primos ecuatorianos. Y con ellos debatieron y debatirán lo más difícil: decidir si desean quedarse a vivir en Valencia o en Madrid.
María Basilia quiere regresar a su país. "¿Cuánto cuesta el pasaje a Ecuador?", pregunta varias veces en el tren. "¿Y desde Valencia puedo volverme a Ecuador? Es que a mí esto no me gusta, yo quiero volver allí", dice muy bajito, mientras no quita ojo del paisaje al que se abre la ventanilla.
La hija mayor, Elvia, sueña con vivir en Madrid. Frunce el ceño cuando el tren se acerca al mar y dice: "A mí Valencia no me gusta". Jaime y Geovanni quieren quedarse. Aún no saben dónde. Pero en España. Jaime no ve por el ojo izquierdo. A Geovanni le dieron una paliza hace dos años. Le dejaron clavos y cicatrices. En el cuerpo y en el alma.
A los Palate aún les quedan días de papeleos, de médicos, de intentar conseguir un trabajo. Ayer, por un día, se olvidaron de todo: viajaron en tren, comieron paella en la Malvarrosa, vieron el mar.
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