domingo, abril 08, 2007

Las Malvinas: La guerra del fin del mundo

Fecha de actualización: 4/8/2007
Veinticinco años después de la guerra, Buenos Aires insiste en reclamar las islas que Gran Bretaña le arrebató. Las Malvinas están a 600 kilómetros de la costa argentina y a 14,000 de la británica.

De laprensagrafica.com, El Salvador

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El 2 de abril de 1982 tropas argentinas invadieron las Islas Malvinas, administradas por Gran Bretaña, y desataron la que hasta hoy es la mayor batalla aeronaval desde la Segunda Guerra Mundial, que se saldó con la victoria británica y una revolución económica en el olvidado archipiélago.

Siete buques militares de primera línea de ambas flotas hundidos, casi un centenar de cazabombarderos y helicópteros destruidos y alrededor de 900 muertos entre ambos bandos resultaron de 10 semanas de combates con el telón de fondo de una fuerte inestabilidad internacional por el enfrentamiento Este-Oeste.

Para los isleños, la guerra marcó un giro rotundo en sus vidas. Una economía semifeudal basada en la cría de ovejas, incorporó la pesca, el turismo, la prospección petrolera, y el producto interno bruto per cápita se multiplicó 14 veces en 25 años.

“Sin la guerra de 1982, nada de esto hubiera ocurrido. Las islas se estaban desvaneciendo”, dijo a la AFP el jefe de gobierno de las islas, Chris Simpkins. Antes de la invasión argentina la población se reducía en cada avión y cada barco rumbo a Europa. Sin perspectivas, la gente emigraba.

De haber seguido todo como entonces, “en pocos años las islas hubieran sido argentinas de todos modos”, reflexiona Tony Blake, de 66 años y quien participó en la resistencia a las tropas argentinas.

Pero en Buenos Aires los militares tenían otras urgencias y no podían esperar. El general Leopoldo Galtieri había tomado a fines de 1981 el control de la dictadura que en sus seis años en el poder había dejado un saldo de al menos 30,000 desaparecidos y una severa crisis socioeconómica.

Frente a las primeras protestas en años, los generales, para ganar apoyo interno, optaron por atacar el archipiélago a 600 kilómetros de la Patagonia, que Gran Bretaña controlaba desde 1833, pero que los argentinos —habían aprendido en la escuela durante décadas— sabían que había sido parte de su territorio. De hecho, cuando Gran Bretaña las tomó tuvo que llevar colonos para poblarlo.

La dictadura pensaba que gozaría de la protección de Estados Unidos, país con el que vivía una luna de miel desde la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. Empeñado en lo que consideraba una cruzada anticomunista, el régimen participaba con esmero en las guerras internas de Nicaragua y El Salvador.

“Es posible que Galtieri creyera que sus jefes militares del Pentágono tolerarían su irresponsable acción en Malvinas por haber sido uno de los jefes de instructores en tortura y desaparición de las fuerzas contrainsurgentes en Centroamérica”, dice el historiador Felipe Pigna.

Pero Washington, luego de una frustrada intervención del secretario de Estado Alexander Haig, anunció el 30 de abril el fin de la mediación y su respaldo a los pedidos de apoyo logístico británicos. Horas después los primeros bombarderos Vulcan, de la Royal Air Force, atacaron las islas.

El gobierno conservador de Margaret Thatcher luego de la invasión argentina había respondido organizando la mayor armada desde la Segunda Guerra Mundial con más de 120 buques, la mitad de ellos de combate.

La Task Force viajaría 14,000 kilómetros para reconquistar un archipiélago de 11,000 kilómetros cuadrados, en los límites del polo sur, a comienzos del invierno austral y donde subsistían 1,800 isleños. “No creo que ningún otro primer ministro desde (Winston) Churchill habría tenido el valor, los cojones, de llevar a cabo esa operación”, recuerda el general Jeremy Moore, jefe de las tropas terrestres británicas en la guerra y quien recibió la rendición argentina.

La expedición fue una bendición para la Royal Navy, que debido a los costos del programa de submarinos nucleares con misiles balísticos Trident sufría severos recortes de presupuesto que ponían en juego el destino de su flota.

Pero los militares argentinos volvieron a equivocarse en el análisis. Creyeron que el envío de la Fuerza de Tareas, que zarpó el 5 de abril, era una bravuconada.

“Una vez que salieron los barcos (Thatcher) tenía que recuperar las islas. No había marcha atrás. No le quedaba otra”, dijo a la AFP el entonces canciller peruano Javier Arias Stella, quien participó en primera línea de la última y frustrada mediación peruano-estadounidense, cuando los combates ya eran violentos. Los militares argentinos, sacados violentamente de su ensueño de creerse aliados privilegiados, y al caer en su papel de díscolos que iban a ser castigados, incluso amenazaron con la posibilidad de cambiar de bando, en un mundo inestable y donde la guerra fría que encabezaban Estados Unidos y la Unión Soviética tenía cada vez más puntos calientes.

Coquetearon con Moscú y Pekín, pidieron auxilio al Movimiento de Países No Alineados –del cual habían amenazado con retirarse– y hasta enviaron a su canciller Nicanor Costa Méndez a reunirse con Fidel Castro.

Ninguno de esos países tuvo confianza en un régimen como el argentino, con sus antecedentes de volatilidad a la hora de las alianzas.

La guerra terminó con la rendición argentina el 14 de junio y tres días después el régimen militar de Galtieri se desplomó. Su sucesor, otro general, pero en retiro (Reynaldo Bignone), apenas si pudo llamar a elecciones democráticas y traspasar el poder.

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